La semana pasada decidí sumarme a la marea de mujeres que inunda las redes sociales con denuncias de acoso sexual con el hashtag  #MeToo, que ha dejado al descubierto la conducta de académicos, periodistas, músicos, arquitectos, políticos. Compartí mi experiencia con un profesor de la universidad, hace más de diez años y a quien en su momento no denuncié, pues entonces no se sabía de ningún protocolo y yo desconocía la existencia del órgano de defensoría estudiantil.

Antes de continuar con la lectura, debo aclarar que escribo sin ninguna investidura, sin una pizca de autoridad moral, sin nada más que el empirismo de ser mujer y haber lidiado por algún tiempo con el machismo inherente a los círculos de poder desde mi trabajo como periodista. Dicho esto, prosigo.

Leo a mujeres que critican el uso del anonimato para denunciar, Marta Lamas, B. Petrich y a otras plumas que dicen no sentirse representadas por el me too mexicano y su #YoTeCreo, por no proceder conforme a derecho, por carecer de sustento legal, por atentar contra el debido proceso y contra el sistema de justicia, pese a las probadas deficiencias en su funcionamiento.

Me parece que sus respetables análisis tienen un punto ciego: la denuncia per se. Da la impresión de que las analistas están tan concentradas en señalar las formas, que pasan por alto el trasfondo de los testimonios: el triángulo de la violencia machista –cultural, estructural y directa–. Tan sólo el móvil de esta ola de testimonios.

A las denunciantes se nos cuestiona por no dar la cara, pero no se pone en entredicho las circunstancias que nos llevaron a utilizar mecanismos alternos para hacernos escuchar. Tampoco someten a tela de juicio el silencio que ha guardado el Estado. Nos exigen pruebas que son difíciles de conseguir por el contexto y la temporalidad en que se dieron los hechos, que pueden no encuadrar en el catálogo delitos de nuestros códigos penales. Pasan por alto que si los canales de justicia hubiesen sido, en su momento, más efectivos y menos revictimizantes, no hubiéramos usado Twitter.

Algunas y algunos alegan que personas con malas intenciones han aprovechado la coyuntura para cobrar venganza a través de la calumnia, aunque hasta en las denuncias que se formalizan por violencia de género ante instancias oficiales sea mínimo el porcentaje de acusaciones falsas o con tintes de revancha. Pero en su afán de descalificación, pretenden convertir una excepción en la regla.

La principal premisa del lenguaje incluyente dicta que lo que no se nombra no existe, pero una parte del movimiento que lo impulsa ahora pide que nos callemos.

Las martalamistas critican con dureza el que algunos “actos cotidianos” sean tomados por acoso, lo que me lleva a pensar en cuántas actitudes incómodas hacia mi persona debo soportar en aras de no prostituir el calificativo y qué nivel debe alcanzar la violencia para que mi reclamo resulte lo suficientemente legítimo, y no pase yo por mujerista.

A veces creo que el secreto del exitoso martalamismo está abanderar un feminismo cómodo para el patriarcado, por no decir complaciente, de lo contrario no me explico cómo es que genera tanto eco hasta en los portavoces del machismo más recalcitrante.

Así las cosas, la marea verde que hace algunos días cerraba filas en torno al derecho a decidir de las mujeres hoy está divida; en los últimos días vi cómo aliadas cambiaron drásticamente su discurso cuando sus conocidos aparecieron en el me too, pasando del silencio no nos protege a atacar la denuncia anónima, con tal de rescatarlos del escarnio público. Y contra todo pronóstico, no apelaría a un feminismo homogéneo y sin contrastes, no evitaría patear este avispero pues siento que de alguna manera toda esta polarización debe movernos, a río revuelto, hacia el replanteamiento de las relaciones de poder entre hombres y mujeres, y hacia la creación de mecanismos más efectivos para preservar el equilibrio. Hasta entonces, seguiremos utilizando los medios a nuestro alcance.

Un abrazo sororo.

Por Hilda Hermosillo Hdz.